“Cuidado con la hoguera que enciendes contra tu enemigo, no sea que te chamusques a ti mismo” -William Shakespeare-
Se cuenta que un niño estaba siempre malhumorado y cada día se peleaba en el patio del colegio con sus compañeros. Cuando se enfadaba, se dejaba llevar por la ira y decía y hacía cosas que herían al resto de chavales. Consciente de la situación, un día su padre le dio una bolsa de clavos y le dijo que cada vez que discutiera o se peleara con algún compañero clavase un clavo en la puerta de su habitación.
El primer día clavó 37. Poco a poco fue descubriendo que le era más fácil controlar su ira que clavar clavos en aquella puerta de madera maciza. Y en el transcurso de las semanas siguientes, el número de clavos fue disminuyendo. Finalmente llegó un día en que no entró en conflicto con ningún compañero.
Había logrado serenar su actitud y su conducta. Y, contento por su hazaña, fue corriendo a decírselo a su padre, quien le sugirió que cada día que no se enojase desclavase uno de los clavos de la puerta.
Meses más tarde, el niño volvió corriendo a los brazos de su padre para decirle que ya había sacado todos los clavos. El padre lo cogió de la mano y lo llevó a la puerta de la habitación. “Te felicito, hijo”, le dijo. “Pero mira los agujeros que han quedado en la puerta. Cuando entras en conflicto con los demás y te dejas llevar por la ira, las palabras dejan cicatrices como éstas. Aunque en un primer momento no puedas verlas, las heridas verbales pueden ser tan dolorosas como las físicas. No lo olvides nunca: la ira deja señales en nuestro corazón”.